Poniendo la oreja en la cafetería me asaltó la nostalgia, ya ves truz.

Estaba esta mañana en una de las cafeterías con más solera de Priego, tomándome un café con leche (en vaso, por supuesto) y un mollete con jamón serrano y un AOVE prieguense espectacular, cuando a mi lado, una chica de veintitantos años le ha preguntado a la camarera que dónde podía encontrar algún lugar en el que comprar productos típicos de Priego. La barista le ha dado las indicaciones pertinentes, pero se notaba que a la chica que había preguntado le quemaba algo por dentro: «Verá -le ha insistido a la camarera- es que mi abuela era de aquí, y cuando yo era pequeña ella me daba una especie de tubos de chocolate, había de dos tipos, y venían envueltos en papel brillante amarillo y plateado, y quisiera ver si los encuentro». La chica tras la barra sabe enseguida a lo que se refiere (y yo también) : «Lo que buscas es chocolate de bollo…». La clienta duda, no está segura de si será eso lo que ella anda buscando, pero entonces la camarera pronuncia la palabra mágica: «Turrolate». Al escucharla, a la joven se le ha iluminado la cara, (lo sé de primera mano, porque a esas alturas yo ya hacía un rato que había dejado de leer y estaba presenciando la escena abiertamente, sin perder detalle y con la palabra «Turrolate» a punto de salir de mi propia boca si la camarera no la pronunciaba) y no ha podido reprimir la emoción: «¡Sí, sí, eso es, Turrolate!». Automaticamente, una sonrisa bobalicona se ha instalado en mis labios y, caramba, no sé si es que estoy ya llegando a la andropausia, si me falta alguna vitamina, o qué diantres me pasa, pero ha faltado el canto de un duro para que se me saltaran las lágrimas allí mismo. Me ha emocionado, sí, porque al final a todos nos ocurre lo mismo. Cuando eres un crío no eres consciente de las cosas que van a traspasar la barrera de lo anecdótico y te van a acompañar por siempre. Después, al crecer, las vas descubriendo y tratas de recuperar como sea esas sensaciones, de abrir por unos instantes el frasco de las esencias que atesoramos durante la infancia, las más agradecidas y puras, pero también las más efímeras y difíciles de rememorar.
La verdad, a mí el Turrolate no me volvía loco (los barquillos de La Flor de Mayo, sí, esos anulan mi voluntad antes y ahora), de hecho tenía una relación de amor-odio con este dulce típico, otro día os cuento el motivo. Pero el caso  es que después de que la chica se hubiese marchado feliz a reencontrarse con su niña interior, yo mismo he tirado del hilo del Turrolate  para reencontrarme con el mío y me he descubierto añorando a los que ya no están, a mi abuelo Francisco, que me hacía pajaritas de papel, y a mi abuela Francisca, de la que siempre he admirado su espíritu libre, que hacía una tarta de zanahoria para morirse, que era la primera con el «gen adorador de gatos» que abunda en mi familia y que ha heredado mi hijo, y que cuando exclamaba su «¡Arsa Pirili» le alegraba a uno el alma, y me acuerdo de mi abuela Salud, que hacía un Piñonate que para sí quisieran los mindundis chefs estos que abundan ahora por todas partes, que la recuerdo siempre sonriendo y que su espíritu era eminentemente alegre y optimista, a pesar de haber tenido una infancia muy difícil. Yo siempre la he admirado por eso, por luchadora. Y en casa de todos ellos comí yo Turrolate, sí. Por eso, acabas un día buscándolo por el pueblo de tu abuela, a la que echas de menos, y si lo consigues, piensas que te sentirás un poco más cerca de ella, como le pasa la chica de la cafetería.
Bueno, eso es lo me gustaría a mí. Es lo que tiene imaginar lo que le pasa a la gente por la cabeza, extrapolando lo que pasa por la tuya…
Porque igual lo que ha ocurrido en realidad es que a la chica, que estudia para chef moderna, el Turrolate le causó una honda impresión sensorial y gastronómica cuando era niña que no ha podido olvidar y oye, en cuanto ha tenido oportunidad se ha recorrido cientos de kilómetros para saborearlo de nuevo, y añora a su abuela porque, aunque está vivita y coleando ya no viene por Priego ni le trae Turrolate por que se ha echado un novio inglés 25 años más joven, ha roto con la familia y se ha mudado a Bristol. Qué se yo.

Pd: en la foto de arriba el turrolate de toda la vida. Abajo, «gachas de la abuela con chocolate y crema de Turrolate y almendras», postre que después de las señales que había recibido durante el desayuno me vi obligado a pedir para rematar la comida en uno de los restaurantes de Priego. Todo lo que haga falta por destapar  un rato el frasco de las esencias de la infancia…

3 comentarios

  1. torpeyvago · abril 20, 2017

    Cualquier excusa es buena para darle al último vicio: comer.
    Y si es nostalgia, mucho más. Hoy me voy a ir a la tahona a por rosquillas de boda y cortadillos de anís: eres un cabrón.

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  2. M. AN. · May 9, 2018

    Ummm, q rico todo!!! 😀

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  3. sandraerotic · May 12, 2018

    Mmm turrolate….lo comi en mi infancia pero sin saber como se llamaba, gracias por recordarmelo a mi tambien, como la camarera a aquella chica.

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