Y tú… ¿de quién eres?

Lo de la viñeta puede parecer algo exagerado, pero realmente en los pueblos la cosa funciona así. Y os lo voy a demostrar.

 

Estaba pasando unas vacaciones en mi querida y hermosa Priego de Córdoba, y decidimos acercarnos hasta la vecina población de Almedinilla que cuenta también con multitud de atractivos, además de ser el lugar con más Calmaestras (mi segundo y peculiar apellido) por metro cuadrado del globo.

 

Allí, cerca del río Caicena, un pastor me reconoció sin haberme visto nunca personalmente, no por mi nombre, ni por mi apellido, si no, ojo, por mi aspecto y por el apodo de la familia de mi padre.

 

La cosa fue de lo más curiosa. Nos metimos en sus tierras buscando la cascada de la Cola de Caballo y nos dio el alto, básicamente para avisarnos de que no nos despeñáramos porque, por donde nos estábamos metiendo, teníamos bastantes posibilidades de que nuestro primer contacto con la cascada fuera con los dientes.

 

Charlando, salió el consabido ¿Y tú de quién eres?. Yo le comenté que en los 70, mis padres habían tenido que emigrar, como tantos otros prieguenses en busca de la oportunidad que lamentablemente por aquel entonces no pudieron encontrar en su tierra. Primero fueron a Mallorca, donde nací yo, aunque finalmente habían recalado en Castellón donde habían vivido ya más tiempo que en el lugar que los vio nacer. En ese momento el señor me miró detenidamente y, como si me conociera de toda la vida, me dijo: ¡Pero si tú eres un Gavilán! (en Priego, a la familia de mi padre se le conoce como los gavilanes). Yo claro, me quedé pasmado ya que aún no le había mencionado ese apodo, y pensé…MAGIA le voy a pedir la carta para entrar en Hogwarts, pero no, el hombre no tenía poderes mágicos, como supe enseguida todo tenía una explicación, él mismo se encargó de disipar todas las dudas que me asaltaron entonces, y con ellas mi sueño de convertirme en jugador de Quidditch (bueno va, lo reconozco, el Quidditch me da igual, a mí lo que me motivaba de verdad era poder probar las chuches de mil sabores que venden en el tren y la cena de bienvenida).

 

Volviendo al hilo, resulta que cuando mi padre tenía poco más que la edad de mi hijo ahora, había trabajado como zagal de ese pastor (o sea que eran ciertos esos : «¡levántate del sofá, holgazán, que a tu edad yo ya llevaba años guardando ovejas!» con los que he tenido que convivir hasta que me puse a trabajar). En definitiva: ¡estábamos ante uno de los primeros jefes de mi padre!

 

Bien pensado, el buen pastor no tenía poderes, pero si una gran habilidad como fisonomista pues aunque es un hecho innegable que me parezco mucho a mi padre, es sorprendente que pudiera asociarnos y ubicarme en su entramado de apodos que, creedme puede llegar a extremos surrealistas. Hay conversaciones familiares en la que intentan explicarme quién es alguien del pueblo, y en las que acabo entrando en un bucle sin fin de linajes, oficios, topónimos, nombres del cortijo/aldea/diseminado donde trabajaban y características físicas vinculadas indefectiblemente a sus nombres que me vuelven tarumba: que si fulano el de los tal, que si mengano el de los cual… hasta el punto de que los apellidos quedan difuminados u ocultos por el apodo familiar, que acaba ejerciendo de apellido oficioso aunque perfectamente funcional. Mi abuelo, en mi pueblo ha sido y siempre será, Juan Gavilán.

 

Una vez supimos de quién éramos y qué lugar ocupábamos cada uno en el puzzle de la vida del otro, el pastor nos invitó a su casa, sacó una guitarra, y nos cantó unas copillas. Lo recuerdo como una de las experiencias más bonitas, auténticas y emocionantes que he vivido como viajero.

Un comentario

  1. torpeyvago · abril 9, 2017

    ¡Si me conoceré yo el asunto!
    Te metes en una fiesta familiar, corre el vino y la cerveza, el colesterol en varias manifestaciones y, de repente, sale la conversación: tal se ha «deseparao», cual se ha ido «pa los Madriles a trabajar», aquesotra ha puesto una «piluqelía» y se te ponen a dar explicaciones del hecho y de los familiares más allá del tercer grado… como se me queda la cara que se me queda, porque ni fisonomista ni memoria poligenealógica —palabreja que me acabo de inventar para constatar un nuevo tipo de inteligencia – memoria para las sagas familiares rurales—, acaban diciendo:
    —¡Sí, hombre! ¡Cómo no lo vas a conocer! ¡Si hizo la mili con tu abuelo! …
    Ó
    —¡«Amos, amos y amos»! ¡Que no pareces de aquí! ¡Es «cuñá» de la Pisatacontes, que vivía en la calle Ojogordo, la de la verruga en el diente…

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