Madres que van a la cafetería y…

Madres que van a la cafetería, sientan al lado de un maduro e interesante lector enfrascado en su literatura de evasión dominguera (yo) a sus pequeños y adorables monstruos con una bolsa hasta los topes de Legos, y se alejan dando saltitos por el salón hasta situarse lejos, bien lejos. Porque ojos que no ven, ya saben.

En cuanto están solos, los pequeños y ruidosos proyectos de adulto tiran los 700 millones de piezas a mi lado: «¡CATACLOCKCLAKCLOK!». Y, en lugar de lo que podría parecer evidente tras esta acción, esto es, //ironia ON// concentrarse en dar rienda suelta a su creatividad, haciendo algún tipo de construcción de mayor o menor calidad artística, no importa, pero eso sí, en el mayor de los silencios //ironia OFF//, se dedican a: el mayor, a dar golpes con una de las piezas más grandes encima de la mesa a intervalos sorprendentemente regulares. A los dos minutos entono un mantra siguiendo el ritmo: «nooooommmm matarrrrrrmmmm». Al pequeño, lo que le gusta es ver las piezas caer al suelo. Una..y…otra…y…otra…y…otra…vez. Me empieza a temblar el párpado. Cuando estoy a punto de explotar, miro a la madre. Está pasando las hojas del periódico frenéticamente, parándose de vez en cuando a leer, muy concentrada pero durante poco rato, como si tuviese un tiempo limitado y la estuviesen cronometrando. Quizá esté esperando que, de un momento a otro, un lector avinagrado le devuelva a su ruidosa progenie y tenga que volver a su terrible realidad. Y entonces, decido apiadarme de ella y cuando paso por su lado, en lugar de lanzarle una mirada de odio reconcentrado por haberme fastidiado mis 30 minutos de solaz café literario, le digo con los ojos: «te comprendo, y te perdono».